La Página
Aún siendo niña y sin hablar español Maximiliana Santiz escapó de comunidad de Báchen en Chamula, Chiapas, buscando estudiar la Secundaria y romper la dinámica social de su comunidad que la exigía como mano de obra en el campo y el hogar a lado de “un marido”.
En un relato en primera persona, la propia mujer, arquetipo en la construcción de su destino nos cuenta la historia.
Me llamo Maximiliana Santiz Pérez, soy originaria de paraje Báchen municipio de Chamula, en Chiapas donde terminé la educación Primaria y enfrenté el primer reto. Al concluir la escuela, tuve una discusión con mi padre por la ropa de graduación que mis compañeras eligieron. A él le parecía inadecuada.
Producto de este disgusto me negaron la posibilidad de estudiar la Secundaria en una escuela cercana al paraje. Supliqué a mi padre, quien nunca dobló su decisión. Yo tendría que hacerme cargo de labores del hogar y el campo, dijo. Pero resistí.
Inicié mi propio camino abandonado el hogar y viajando a San Cristóbal donde planeaba trabajar y estudiar; pero se presentó un segundo reto: no sabía hablar español.
Mis compañeros se reían, me pegaban y burlaban. Yo apenas entendía lo que decían, pero sí recuerdo la palabra india utilizada como puñal de odio. Yo resistía, estudiaba y aprendía en español.
Las noches que pasaba pegada a los libros y cuadernos en mi mente se formaban ideas. En todas yo triunfaba, demostrando a mis familia y a esos estudiantes acomodados que una mujer, india como ellos me llamaban, llegaría lejos.
En el trabajo —que compaginaba con la escuela— me decían que buscara marido, que dejara de sufrir. Pero yo no sufría, me llenaba de rabia, una rabia que mi impulsaba a caminar más fuerte que los demonios que corrían tras de mi.
Fui lavaplatos, mesera, ayudante de cocina y empleada doméstica. Nada me detenía para llegar a la escuela, ni siquiera el abuso del que fui víctima por parte de uno de mis patrones.
Me guardé el dolor, no tenia con quien desahogarme. Mis padres no podían saber nada, pues cuando llegaba a visitarlos ya escuchaban las voces que decían “esa sólo salió a buscar unsumarido, va regresar con hijo”.
Apenas terminada la Secundaria pensé en futuro y decidí viajar a Tuxtla Gutiérrez a estudiar el Bachillerato utilizando el mismo método: trabajar y estudiar mucho para comer y dormir poco.
Estudie en la Preparatoria Número Cinco, con un horario de 7 de la mañana a 2 de la tarde, mientras trabajaba en lo que podía, alternando oficios como servidumbre y mesera en una cenaduría, trabajando casi siempre en un horario de 4 de la tarde a 1 de la madrugada.
Fue duro, pero logré terminar la preparatoria y mis padres accedieron a venir a mi graduación. No se notaba, pero estaban orgullos y yo más.
En ese entonces un amigo, Carlos Albores que estudiaba la carrera de Bibliotecología en la Universidad Autónoma de Chiapas (Unach) me dijo “esto aún no termina, sigue la Universidad”. Él me llevó a conocerla.
Ahí, parada frente a la máxima casa de estudios de Chiapas pensé en mi padre. Recordé su trabajo como peón de albañil y supe cual era mi siguiente paso: la arquitectura.
Desde el inicio la carrera de Arquitectura fue difícil, pues algunos compañeros e incluso docentes utilizaban un adjetivo para tratar de frustrarme. Me llamaban loca, igual que antes los niños acomodados de la secundaria en San Cristóbal me decían india.
Mi respuesta fue la misma que antes. Decisión, rabia y trabajo. Me decían que era una carrera ‘cara’, que me haría falta cabeza, dinero y tiempo. Pero no conocían mi viejo método: estudiar y trabajar mucho, para comer y dormir poco.
En ese momento de dificultad apareció ese poder que los estudiosos llaman ‘el eterno absurdo’: la mano de Dios. Pues de la nada, una profesora de la preparatoria me llamó y dijo “conozco tus planes, ven a mi casa, te ofrezco casa, comida, trabajo y tiempo para que termines la carrera”.
Era mi profesora Helianeth Gonzales y su esposo Antonio Moya, ellos me vieron llorar, desvelarme y afrontar las múltiples complicaciones propias del destino que me labraba en la Universidad donde solamente obtuve una beca de alimentos.
Sin embargo hoy, una vida después de haber salido de mi casa he terminado la carrera como arquitecta y mis padres viajaron a recibir mis papeles; más que nunca ellos creen en mi y en la posibilidad de que un ser minúsculo, cualquiera que sea siempre que trabaje duro puedo cambiar las dinámicas y la propia historia de su vida y su gente.
Hoy mi padre grita en el pueblo y el campo, ese que me demandaba como mujer sumisa que hombres y mujeres por igual pueden lograr lo que desean. Y eso me llena de orgullo.
Ahora trabajo como profesionista en tanto identifico una maestría a estudiar en Chiapas o el extranjero, además apoyaré a mis hermanas que antes lo hicieron conmigo y ahora estudian la preparatoria en Tuxtla, claro también les enseñaré mi método para lograr las cosas.
Fuente. Originalmente publicada en CEA.