Por SANTIAGO GALICIA ROJO-SERRALLONGA*
Ayer, mientras caminaba, inmerso en mis cavilaciones, pasé cerca de un campamento donde gente especializada aplica pruebas Covid-19 a aquellas personas que, por los síntomas que padecen, sospechan algún contagio, y descubrí en la fila la mirada de una mujer de unos 35 años de edad, que permanecía triste e inquieta, demasiado pensativa, con la expresión de quien presiente se aproxima sigilosa e inevitablemente a la orilla de un abismo, entre la vida y la muerte. Sin duda, repasaba la historia de su existencia y hacía pausas amargas al probar el sabor del final. Quizá pensaba en sus hijos, en sus padres, en sus hermanos, en su marido; probablemente, formulaba preguntas, interrogantes sin respuestas; tal vez evocaba sus horas y sus años felices, atrapada en sus juegos e inocencia, en su escuela y en sus tareas, en sus sueños e ilusiones.
¿Qué puede uno sentir y pensar mientras permanece en la hilera, junto a hombres y mujeres que tosen, próximos a su cita con el destino, en espera de un resultado de laboratorio que puede augurar un fin infausto? En todo y en nada.
Es enfrentarse a algo que asoma de improviso, seguramente cuando menos se sospecha y se es tan dichoso. Algo que no tiene respuesta, aunque intuyamos que su creación malévola y su dispersión estratégica por el mundo, tiene nombres y apellidos, autores que se burlan de la humanidad.
Seguí mi caminata, pero ya llevaba conmigo el peso de un dolor, la mirada apagada y triste de una vida que parecía consumirse, el probable final de una historia. Y lloré. Más tarde, al anochecer, otra persona me envió un mensaje con el propósito de informarme acerca de la crisis sanitaria en la oficina donde trabaja, en la que tres empleados jóvenes, totalmente irresponsables, asistieron a sus jornadas laborales con los síntomas de coronavirus y así, enfermos, trataron con incontables personas, evidentemente multiplicando los contagios.
Sentí coraje por tanta gente sin conciencia, atrofiada espiritual y mentalmente, que consume, desecha y contamina. Basura, en verdad, que enferma a quienes anhelan vivir con dignidad y salud, al lado de sus familiares y de quienes tanto aman.
En la noche, al cerrar los ojos, en medio de la oscuridad y el silencio, acudieron a mi ser, en tropel, los rostros de la humanidad, sus voces y silencios, sus gritos y sigilos, y experimenté el horror de interrumpir la vida cuando aún hay auroras y ocasos por delante. Lo siento, en verdad.
Mis palabras son insuficientes para expresar el dolor que comparto con tantas personas que sufren aquí y allá, en todos los rincones del mundo, al mismo tiempo que otros celebran, ocultos en su poder y riqueza temporales, los resultados de un proyecto con el que pretenden convertirse en dioses y mesías de quienes sobrevivan. No soy médico, pero sí artista, y escribiré, mientras me sea posible, con la idea de hacer de los escenarios áridos y cubiertos de espinas, campos pletóricos de colores, fragancias y texturas, como un regalo de mi ser a la gente.
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*Santiago Galicia Rojon Serrallonga. Es escritor y periodista con más de 25 años de experiencia. Se ha desarrollado como reportero y titular de Comunicación Social de diversas instituciones públicas y privadas.