Por PACO LÓPEZ MEJÍA*
Ya he compartido con ustedes algunas narraciones cortas a las que he llamado “Cabos sueltos”, pues se trata de “sustos” o eventos extraordinarios, raros o sin explicación, que sin embargo, a mi parecer, no tienen el contenido suficiente como para hacer un relato en toda forma. Aquí les presento otros más de esos “Cabos sueltos”
7. Creo que ya platiqué alguna vez este suceso que no se si deba calificarse como extranormal o simplemente curioso: Muchas personas mayores seguramente recordarán el Restaurant Julián, propiedad de mi abuelo materno, don Julián Mejía Saucedo, y en donde se elaboraban deliciosas especialidades que no existen ni han existido en otros establecimientos gastronómicos en Morelia, como el Asado de puerco en platillo o en tortas, las frutas y verduras en vinagre, los pichones, güilotas y codornices en distintos guisos, unas tostadas y unas enchiladas morelianas sencillamente deliciosas, así como el refresco llamado Garapiña, que elaboraba mi abuelo y cuando él falleció continuaron elaborándolo mis tías.
Pues bien, durante mucho tiempo, el Restaurant Julián se hallaba ubicado en la Calle Real –así era conocida la Avenida Madero- al lado del templo de Las Monjas, en un local grande, iluminado por focos que pendían de sus cables desde el muy alto techo sostenido por vigas. Junto al mostrador donde se preparaban las tortas, había un exhibidor en forma de escalera en donde se exponían los refrescos que había a la venta; ahí se colocaban las garapiñas al tiempo… y un día, cuando ya había fallecido don Julián… de pronto… una botella de Garapiña se empezó a elevar por sí sola, subió en el aire unos dos metros y medio, y enseguida bajó sin llegar a la “escalerita”, para volver a elevarse siempre conservando su posición vertical y precisamente sobre donde había estado inicialmente; estos movimientos de ascenso y descenso fueron lentos y se repitieron en tres o cuatro ocasiones, hasta que de pronto botó la corcholata y el líquido se derramó dejando en la pared una larga mancha que nunca se quitó, la botella cayó y se rompió…
Sobra decir que mis tías y las empleadas se asustaron y rociaron agua bendita por todo el lugar…
Yo era un niño y el suceso simplemente me intrigó, pero quedó grabado en mi mente de manera indeleble…
Como la mancha de Garapiña en la pared…
8. Ahora les voy a platicar una anécdota: Durante un tiempo viví en la casa de mis tías maternas, en la calle de Abasolo… Era una casa que ya tenía bastantes años, de esas de amplias recámaras con altos techos sostenidos por un romántico envigado; durante poco más de un año compartí una muy amplia recámara de la planta alta con uno de mis primos que estudiaba en Morelia y con quien siempre he tenido muy buena relación. La recámara en cuestión daba a la calle y contaba con tres balcones y, por dentro, había una coladera que bajaba por medio del muro y daba a la calle, bajo dos balcones de planta baja, y servía para que saliera el agua cuando se lavaba el piso…
Y… se nos ocurrió asustar a los trasnochadores, para lo que uno de nosotros se acostaba en el piso de un balcón para observar la calle, y cuando alguien iba a pasar junto a la casa, avisaba: “¡Ya!” en tanto que el otro gritaba por la coladera… El grito se transmitía como un terrible alarido que parecía salir de la pared o de los balcones de la planta baja, y de inmediato nos asomábamos a ver la carrera del asustado… Una vez un señor con sombrero corrió de tal manera que se le cayó el sombrero a media calle y trató de regresar por él, pero mi primo echó otro terrible grito y el sujeto abandonó el sombrero y corrió desesperadamente. Lo vimos correr todavía a la altura de Fuerte de Cóporo… Esto le ocurrió a varios trasnochadores y a algunos que salían de la función de la noche del Cine Colonial…
…Dejamos nuestra tenebrosa diversión cuando una de mis tías me dijo: Paco, fíjate que las tías (tres adorables ancianitas que vivían dos casas más arriba) están asustadas porque en las noches oyen unos gritos muy feos…
Espero que ninguno de los eventuales lectores haya sido víctima de nuestras travesuras juveniles…
9. Poca interacción han tenido conmigo los entes de otra dimensión, salvo algunos detalles curiosos; pero sí con personas muy allegadas a mi.
Así, mi primo al que me he referido, tuvo algunos sustos en esa casa…
Cierta noche, teníamos que estudiar, pues se había llegado la época de exámenes y, claro, como todo buen estudiante que se precie, teníamos que aprender en una noche lo que no habíamos aprendido en seis meses… De tal manera que para dedicarnos a estudiar en serio, decidimos que mi primo estudiaría en la planta baja de la casa, en el comedor, y quien esto escribe, en la recámara, en la planta alta… así lo hicimos… yo sabía que a las dos de la mañana el reloj antiguo descompuesto, atrapado en el tiempo, del que ya les he hablado en otra ocasión, me recordaría su existencia con aquél “¡Toc… toc… toc…!” inexplicable; mi primo, en cambio, no tendría otra interrupción que la llegada de mi tía que cerraba el Restaurant entre las dos y tres de la mañana…
Las doce de la noche… mi estudio había avanzado de tal manera que pensé que ni siquiera llegaría a escuchar aquellos ruidos extraños de la azotea, menos aún los toques del reloj…
Mi primo, por su parte, sentado ante la mesa del comedor, se había preparado un delicioso café… movía lentamente la cuchara mientras leía las incomprensibles líneas de un texto escolar… dejó quieta la cuchara para concentrarse… se acercó un poco más al libro como si la cercanía ayudara a la comprensión… sin dejar de leer estiró el brazo, tomó la taza y se llevó el aromático brebaje a los labios… lo paladeó…
Nuevamente la taza sobre su plato… giraba otra vez la cuchara en el café… los ojos clavados en el libro… “¡RRRRUUUUUUUUNNNNN…!” ¡Detrás de él un ruido indescriptible, una especie de potente motor que sonaba sordo, como si estuviera encerrado en una caja…! ¡Soltó de inmediato la cuchara y brincó a un lado de la silla…! Volteó a su espalda… ¡Nada…! ¡Ahí no había nada…! Solo aquella hermosa vitrina empotrada en la pared que muy rara vez se abría y que desde niños nos había llamado la atención por los hermosos platos, tazas, vasos y cubiertos que contenía…
Pasó un buen rato como hipnotizado viendo a la vitrina… así… como cuando éramos niños… volvió a sentarse, pero el café ya estaba frío, por lo que se levantó a calentarlo; nuevamente con su taza de café poco más que tibio, se sentó tratando de concentrarse en sus estudios…
Fijó la vista en el texto, estiró el brazo, tomó la taza… y cuando la llevaba a los labios… “¡RRRRUUUUUUUUNNNNN…!” ¡Pegó tal brinco que derramó el café sobre la mesa…! ¡Apenas alcanzó a reaccionar para salvar su libro y cuaderno del desastre y corrió hacia la planta alta…! Lo vi llegar pálido, sosteniendo precariamente sus útiles de estudio… “¡Me asustaron… me asustaron…!”
Poco a poco se tranquilizó, me platicó su experiencia y para calmarlo culpé al motor del refrigerador que estaba en el comedor… -Vamos para que veas- le dije…
El valiente que esto escribe, encabezó la expedición… estuvimos un rato parados y limpiando la mesa, esperando que el refrigerador emitiera su sonido… ¡Nada…! ¡No había ningún ruido…! Abrimos la vitrina… todo en orden… Fui hacia la cocina y grande fue mi sorpresa cuando vi que el refrigerador estaba… desconectado… mi valentía de expedicionario se derrumbó pero aún así, aparentando tranquilidad, le dije: “Pues no hay nada, vámonos a estudiar…”
Eso sí, dejé que él apagara la luz y saliera al último…
Próximamente, en otros “Cabos sueltos” les platicaré otro susto que tuvo mi primo… Creo que los entes del más allá estaban vengando a todos los que habíamos asustado nosotros… o nos agradecían a su manera nuestra colaboración…
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- Paco López Mejía. Es abogado por la UNAM. Orgullosamente moreliano, apasionado de su ciudad, historia, misterios y leyendas. Le gusta poner en práctica la magia y la fotografía.