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“Cabos sueltos (4)”. Por Paco López Mejía

HISTORIAS DE ESCALOFRÍO

Continúo compartiendo con ustedes mi serie de pequeños relatos, que denominé “Cabos sueltos”…

Ya les he platicado anteriormente, que en un tiempo compartí habitación en la casa de mis tías, en la calle de Abasolo, con uno de mis primos y relaté un susto que tuvo él en el comedor de la casa. Hoy, continuando con la serie de “Cabos sueltos”, les platicaré otra de sus experiencias, y una más de mis hermanos…

10. En otro de mis relatos, les platiqué la terrible experiencia de uno de mis hermanos, ocasión en la que describí brevemente la planta baja de la casa de mis tías. Lo que les relataré ahora, ocurrió varios años antes, pero son hechos íntimamente ligados, como podrán apreciarlo. Solo para situarnos en aquél momento, les platico que después de la puerta de entrada de la casa, de dos hojas de madera de anchura normal, partía un pasillo que tenía a su lado izquierdo una puerta de dos hojas con cristales que daba a la sala, lugar poco frecuentado por los sobrinos, pues como creo que era costumbre antaño, se reservaba para cuando había alguna visita más o menos importante, y por tanto esa puerta muy rara vez se abría. Siguiendo por el corredor o pasillo había una reja de hierro forjado, que siempre permanecía abierta. Supongo que tiempo atrás, se encontraba cerrada y la puerta de entrada abierta como aún se puede ver en algunas casas morelianas. Enseguida de la reja, otra puerta al lado izquierdo que daba a la recámara principal, en donde en esa época dormía una de mis tías, después un pequeño espacio como “recibidor” y al fondo el comedor y la cocina; de manera que desde estos lugares se veía todo el pasillo, la reja y la puerta de entrada.

Por la noche, con la puerta de la calle cerrada, a veces se proyectaban sombras hacia el interior de la casa, cuando coincidía el paso de algún trasnochador con las luces de un vehículo…

Cierta noche, mi primo se había quedado en el comedor estudiando, y yo me había subido a la recámara que ocupábamos dispuesto a dormir, claro que como siempre lo acostumbré, leía un buen rato alguna novela o algún libro de poesía… abajo, mi primo enfrascado en sus estudios, seguramente subiría hasta que llegara mi tía después de cerrar el Restaurant Julián…

Siempre que estudiábamos por la noche en el comedor, él acostumbraba sentarse en uno de los costados de la mesa, teniendo a su espalda una bonita vitrina empotrada en la pared y así lo hacía también cuando le tocaba quedarse solo a estudiar, de manera que no veía ni el pasillo ni la puerta… supongo que le gustaba ese lugar para no distraerse con las “sombras chinescas” que se proyectaban en el corredor… pero… aquella noche, algo lo impulsó a sentarse en la silla que quedaba exactamente frente a la puerta del comedor, y tenía vista hacia el pasillo… a su espalda, la pequeña cocina con la luz apagada…

Todo en calma… el silencio de la noche moreliana le ayudaba a avanzar en su estudio, aunque de vez en cuando aquel silencio se rompía al paso de algún vehículo por la calle… un poco más tarde empezaron a escucharse las carretas de las vendedoras de antojitos de San Agustín… eso lo distrajo un poco, y aprovechó para levantarse de su silla y dirigirse a la cocina a preparar un café, que le serviría para soportar aquella noche de estudio…

Regresó a la mesa con la taza del aromático brebaje, lo saboreó lentamente… se entretuvo un poco viendo las sombras que se proyectaban en el oscuro pasillo… y se entregó nuevamente al estudio…

No supo cuánto tiempo pasó… el silencio era lo único que se “escuchaba”… de pronto, un intenso frío invadió el siempre tibio comedor… el frio lo hizo levantarse de la silla y, contra su costumbre, salió del comedor y se dirigió al pequeño recibidor… nunca lo hacía cuando estaba estudiando… el frío era más que intenso, raro, ya que la casa no era fría…

Contra lo que acostumbraba hacer en aquellas noches de estudio, se dirigió al pasillo…

Pasó la puerta de la recámara de mi tía…

El silencio podía “palparse”…

Llegó a la reja metálica… y ahí… ahí… vio a la viejita vestida de negro, saliendo de la pared… volteó a verlo… pudo ver su cara arrugada… su nariz aguileña… su sonrisa bonachona… ¡Se perdió en la puerta cerrada de la sala…!

Mi primo sintió que le temblaban las piernas… y corrió hacia adentro de la casa, salió al pequeño patio apenas iluminado por los rayos plateados de la luna que pugnaban por atravesar el limonero, y no paró hasta llegar a donde estaba todavía leyendo, quien esto escribe…

Lo vi pálido, su piel blanca parecía de cera, creí que se sentía enfermo…

– ¡Me asustaron…! ¡Una viejita…! ¡En el pasillo…!- dijo con voz temblorosa…

Casi no podía hablar… hasta que pasó un buen rato pudo platicarme lo que había visto.

Obviamente, ya no bajó ni por su libro… Tiempo después, un día que ayudamos a mi tía a mover los pesados muebles de la sala, al terminar de hacerlo mi primo se sentó frente a la puerta vidriera de la sala; algo lo hizo voltear hacia arriba y pegó un brinco, señalando con el dedo una fotografía antigua de un señor y una señora que estaba arriba del marco de la puerta:

– ¡Es ella… es ella…! ¡Es la viejita que vi…!

Cuando entró mi tía a la sala, le pregunté por las personas de la fotografía… “Eran mis abuelitos…”

Sobra decir que ni mi primo, ni yo, habíamos conocido a nuestros bisabuelos…

11. Dos o tres años después de lo ya narrado, ocurrió lo siguiente: En el comedor, exactamente frente a la vitrina empotrada en la pared, había dos ventanas altas y angostas que daban al patio y que permitían que la luz del día iluminara el comedor. El recibidor que he mencionado, tenía una puerta que comunicaba con el patio. A la casa entraban vecinas que le regalaban desperdicio de comida a mi tía, y lo dejaban en el patio al pie de un limonero, ya que ella criaba cerdos en un terreno cerca del actual templo de la Medalla Milagrosa; de manera que era común que viéramos a alguna señora entrar o salir de la casa o encontrarlas en el patio dejando el desperdicio.

Cierta tarde, mi hermano y mi hermana menores estaban de visita en Morelia, pues hacía poco tiempo que la familia había emigrado al entonces llamado Distrito Federal… tendrían tal vez alrededor de quince y dieciséis años… se encontraban en el comedor, sentados frente a las ventanas mencionadas… mi tía, como siempre, andaba de un lado para otro, arreglando la casa o haciendo otras labores, platicaba un poquito con ellos y se iba a hacer otra cosa… así fue siempre…

En un momento en que mi tía no estaba por ahí, a través de las ventanas vieron pasar por el patio como dirigiéndose a la puerta que comunicaba con el recibidor, a una mujer delgada, de pelo lacio ligeramente entrecano, de piel morena clara, y hasta donde vieron se percataron que llevaba un rebozo en los hombros con uno de sus extremos echado hacia atrás… apenas pudieron apreciar sus rasgos… esperaban verla pasar por el recibidor hacia el pasillo y salir de la casa, pero ya no la vieron… creyeron que en un momento de distracción de ellos, aquella persona había salido…

Sin embargo, a pesar de que como he dicho, estábamos acostumbrados a ver señoras que entraban a la casa, cuando mi tía entró por la puerta de la cocina, por alguna razón que aún no se explican, le preguntaron quién era aquella mujer…

– ¿Cómo era…?- preguntó mi tía…

Se la describieron hasta donde alcanzaron a ver, y ella, con aquella tranquilidad que le caracterizaba les dijo: – ¡Ah! ¡Es Angela…! A veces anda por aquí, pero no se asusten… no hace nada…- Y salió a seguir con sus labores…

Al poco rato, llegamos otros de los hermanos y ellos, intrigados, preguntaron quién era Angela; les platicamos que había sido una persona que le ayudaba a mi tía y a la que se le trataba como un miembro más de la familia, y quien había fallecido en un cuartito que le había hecho mi abuelito en uno de los lados del recibidor, cuando empezó a estar enferma… cuartito que ya no existía…

La cara de mi hermana y hermano fue de asombro, de miedo, en fin… ¡de antología…!

Ellos no habían conocido a Angela…

En las próximas semanas, continuaré con estos “Cabos sueltos” y quizá me anime a contarles algunas de mis travesuras con las que “auxilié” a los seres de otras dimensiones…

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  • Paco López Mejía. Es abogado por la UNAM. Orgullosamente moreliano, apasionado de su ciudad, historia, misterios y leyendas. Le gusta poner en práctica la magia y la fotografía.

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