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Columpios vacíos y pantallas repletas. Por Santiago Galicia Rojon Serrallonga

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SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA*

Estas mañanas de lluvia, envueltas en neblina, suelen abrir las páginas de mi historia y mostrarme mi infancia azul y dorada, cuando era tan feliz al lado de mi padre, mi madre y mis hermanos. Insisten estos minutos veraniegos en horadar mi biografía, cavar túneles a otras épocas, descubrir y explorar capítulos que a veces parecen recluidos en la desmemoria, o sueltos en el naufragio, y aparecen, en consecuencia, aquellos parques infantiles a los que íbamos con tanta emoción, alegría e ilusión.

Hoy, asomo por el ventanal cubierto de gotas que deslizan suavemente, una y otra vez, incansables como la lluvia, y descubro enfrente, en el parque, los columpios ausentes de niños, las “resbaladillas”, los “volantines” y los “sube y baja” desolados, con el eco de otros días, horas que apenas ayer eran presente y se maquillaban de felicidad con la presencia y diversión de los pequeños, miniaturas de hombres y mujeres que jugaban a la infancia y ensayaban la comedia humana, al lado de sus padres que los cuidaban y se interesaban más en su educación y felicidad que en maquillarse de apariencias.

Un hombre duerme en un banco de un parque de juegos vacío en plena cuarentena para combatir la propagación del coronavirus, en Caracas, Venezuela, el 7 de abril de 2020. (AP Foto/Ariana Cubillos)

Miro, también, garabatos y palabras obscenas en la barda, en el suelo y en las gradas del parque, y con tristeza me pregunto, entonces, dónde quedó la inocencia. ¿En qué momento, sin darnos cuenta, perdimos el encanto de la vida, la dulzura de una sonrisa, la inocencia e ingenuidad de la niñez?

Todo estaba preparado y casi nadie lo notó. Fue un proceso de gradualidad, aplicado desde hace varias décadas, con cierta intencionalidad, y ahora topamos con generaciones frías e indiferentes, cada vez más distantes de los sueños, las fantasías, los juegos, las ilusiones y la alegría de vivir. Estos días tan inciertos, se siente que definitivamente sobran los espacios, como en el caso de los columpios, ante la falta de quienes pintaban de colores y sabores el ambiente.

En un hogar y en otro, en cada familia, entró la televisión sin anunciarse a la puerta, y se apoderó de todos, hasta intoxicarlos, suplantar a los padres y a las madres, a los abuelos, a los profesores, a los consejeros, y transformarse en la madrastra perversa que enseñó los colmillos al normalizar el mal y mofarse del bien, y lo mismo desde películas, disfrazadas para niños, que transmiten mensajes ocultos, hasta anuncios comerciales, telenovelas, noticieros y series.

Rompió la comunicación e hizo ajenos, indiferentes y opuestos a los integrantes de las familias, hasta que consiguió dividirlos y enfrentarlos. Y luego, el padrastro despiadado se presentó disfrazado de maravilla científica y tecnológica, y envolvió a todos, menores y adultos, hombres y mujeres, hasta envenenar sus sentimientos e ideas, y así, un medio ambivalente -positivo y negativo- se convirtió en una amenaza.

De esta manera, observamos gente de toda clase -pobres y acaudalados, sin estudios y académicos, empleados y empresarios, ciudadanos y políticos-, reclusos de las redes sociales que en algún instante de sus existencias embargaron sus sentimientos, ataron sus pensamientos y modificaron su lenguaje y sus conductas.

¿Y los niños? Ellos se llevan la peor parte al volverse, con adolescentes y jóvenes, en la generación perdida. Miramos a incontables niños inmersos en las redes sociales, en destinos cibernéticos que ni sus padres se interesan en conocer porque también están entretenidos en el espectáculo cibernético que reciben, y todos cambian el perfume de las flores y de la tierra mojada, la sensación de disfrutar las gotas de lluvia deslizar sobre uno, la experiencia de abrazar un árbol y sentir el palpitar de la creación, el placer de ayudar a los más débiles y el encanto de una palabra amable y una sonrisa linda, por superficialidades, basura y estupideces.

Los niños, sin notarlo, quedan desprotegidos y expuestos a gente perversa, y son víctimas de golpes, maltratos, obscenidades, secuestros y violaciones. ¿A qué hora, la humanidad permitió que derrumbaran los muros que protegían a sus familias y, principalmente, a los niños? ¿Qué estábamos haciendo? ¿Estábamos distraídos en el espectáculo futbolero, en la locura de las telenovelas y los bufones de la televisión, en las mentiras de tantos noticieros mercenarios, en el box, en los baros, en las posadas de unas horas, en los abusos de poder y en la corrupción que la misma sociedad ha tolerado a sus gobernantes y políticos? ¿Dónde estábamos?

A quienes pretenden adueñarse del mundo y de las voluntades humanas, les está resultando favorable su juego perverso, y ahora, la gente, atemorizada por un virus deformado en varios laboratorios por científicos mercenarios y cultivados estratégicamente a nivel mundial para su propagación inmediata, desde luego con la complicidad de gobiernos serviles y medios de comunicación totalmente vendidos, y así provocar miedo, recluir a millones de personas y acostumbradas a los grilletes, a la pasividad, a lo que se ordene por bien de la colectividad, está condenada a mantenerse pasiva y en espera de una vacuna que forzosamente la élite pretende justificar, paralelamente a la aplicación de medidas indignas, totalitarias e injustas.

Contemplo los columpios ausentes de niños, silenciosos, desolados, ya sin vendedores de globos, helados, juguetes y golosinas, condenados a desaparecer o a convertirse en piezas de museo, en evocaciones, en trozos de una sociedad rota. Se acabó la inocencia. Se extrañan las risas infantiles que un día serán, si no actuamos de inmediato, ecos, pedazos, ayer roto, recuerdo y olvido.

Veo con preocupación y tristeza los columpios abandonados, sinónimo de una infancia perdida. Volteen a su alrededor. Observen a sus hijos, a los vecinos, a otros niños, muchos de ellos rebeldes, aburridos e insensibles, como ausentes de sí, frente a los televisores, las pantallas de las computadoras y los equipos móviles. ¿Qué miran durante horas? ¿Con quiénes entablan comunicación? ¿Qué aprenden? Los columpios, los juegos infantiles, las canchas deportivas y los espacios públicos están vacíos, ausentes de pequeños; las pantallas de computadoras y equipos móviles, en cambio, se encuentran saturadas, con exceso de público infantil y adulto. Junto con alguien muy poderoso, la gente está arrebatando vida, alegría, juegos y oportunidades de realización a los niños. Los días de la existencia apenas alcanzan para dejar huellas y ser felices o pasar entre sombras y dolor porque el aliento escapa entre un suspiro y otro. ¿Deseamos columpios o monitores repletos de niños?

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*Santiago Galicia Rojon Serralonga. Es escritor y periodista con más de 25 años de experiencia. Se ha desarrollado como reportero y titular de Comunicación Social de diversas instituciones públicas y privadas.

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