Por Óscar Tapia Campos
Ciudad de México.-La cena estaba más sabrosa de lo que me habían contado. Eramos 180 comensales. Todos degustábamos las ricuras que sirven en la Casa de Toño, sucursal que está en Plaza Juárez, frente a la Alameda Central, pulmón de Ciudad de México.
Había gente de diversas partes del país. Era un ambiente inmejorable cuando empezó a sonar una alarma, una voz femenina precisó a voz en pecho: “va a temblar”. Todos nos levantamos y dejamos los platillos.
No vi carreras, ni angustia, ni miedo. Bajamos las escaleras a paso lento, sin desequilibrios, sin empujones. Los escalones lucían repletos, pero todos respetamos el espacio de los demás. Aquello me sorprendió gratamente y todavía me faltaban vivir otras grandes sorpresas.
Fuera del edificio unos y otros buscamos el espacio abierto. Yo elevé la mirada y vi grandes jacarandas en flor. Por un instante pensé que parecían nubes bugambilias o algo así. No sé que estarían pensando las cerca de 180 personas que permanecimos en el sitio.
La alarma no fue falso aviso. Tembló. Sí que tembló, pero yo no me di cuenta del sismo. Mi hija me preguntó que si lo sentí y, no, nada se eso. Instantes después una voz señaló que el epicentro fue en la Costa de Oaxaca y la intensidad de 5.5 en la Escala de Richter.
Veinte minutos después nos informaron que podíamos regresar al restaurante. Subimos las escaleras igual que como las bajamos, en calma. Esperábamos que la cena no estuviera fría. La probamos y seguía en su punto.
Vi que no todas las mesas lucían como antes de que sonara la alarma sísmica. Pensé que mucha gente aprovechó para irse sin pagar. Pero poco a poco los lugares volvieron a ser ocupados por los comensales.
En eso escuché a una mujer de cincuenta años, turista veracruzana, que le precisó a una cajera: “señorita, nada más regresé a pagar, me da la cuenta, por favor”. Eran tres mesas las que habían ocupado ella y su gente. Pagó 2 mil 600 pesos. Le aplaudí el gesto, y la entrevisté, porque me hizo recordar que seguimos siendo más las personas honestas que las que no lo son.
Poco después le pregunté al capitán de meseros que si es mucha la gente que se fue sin pagar. Su respuesta me emocionó satisfactoriamente: “de las 45 mesas, nada más la de una no regresó”. Eso significa que solo 4 se fueron sin cubrir la cuenta, las otras 176 retornamos al lugar.
Fue entonces que reviré y les dije a mis hijos que algo así nunca lo había vivido yo, no solamente por estar en una alarma sísmica, sino por todo lo que sucedió con respecto a la calidad humana de tanta gente.