Por SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA *
Caminé por los durmientes carcomidos por el sol, la lluvia, el viento y la humedad. Miré los rieles olvidados, atrapados en la tierra, cubiertos por hierba y pasto, que el 12 de septiembre de 1883 soportaron, por primera vez, el paso del ferrocarril tan esperado por los habitantes de Morelia, ciudad fundada el 18 de mayo de 1541, capital del estado de Michoacán, al centro occidente de México.
Sentí las caricias del viento y percibí los rumores del ayer, los ecos de otros días, hasta que consulté el libro de las evocaciones, abrí el portón de mi memoria, con la idea de repasar la historia que naufraga y cada instante se aleja de la orilla de un presente que también se transforma en destello.
Volví a observar los durmientes que reposan silenciosamente. Rememoré, entonces, que de 1881 a 1886, período que la Compañía Constructora Nacional ocupó para la colocación de vías férreas de Maravatío a Michoacán, se registró una deforestación enorme y preocupante como consecuencia de que en dicho tramo se requirieron más de 330 mil durmientes, cifra mayor si se toman en cuenta todos los desperdicios que se produjeron en los aserradores porque la compañía ferroviaria no aceptaba madera astillada ni de segunda clase.
Mientras caminaba, observé los durmientes, la madera añeja y húmeda por la lluvia veraniega, y hasta creí percibir el aroma de otros bosques; sin embargo, las emisiones de las fábricas, los rumores de la gente y los automóviles, me regresaron a mi época, a la realidad. Simplemente, estaba en la colonia Industrial, al norte del centro histórico de Morelia.
De no ser el espacio que utilizan las vías abandonadas, entre callejuelas trazadas en la tierra, lo demás ha sido cubierto por el asfalto y el concreto. Los ladrillos sustituyeron, hace décadas, la campiña, el paisaje agreste. El cemento obstruyó y asfixió los poros de la naturaleza.
Durante los días de la Colonia, el paraje estaba habitado por indígenas congregados en el Barrio de Santa María de los Urdiales, el cual se fue despoblando en la aurora del siglo XIX; no obstante, en aquellos días virreinales, las familias solían recorrer el sitio. Convivían en el tradicional Paseo de las Lechugas,
Entre arboledas, matorrales, flores silvestres y claveles que alguien, a una hora olvidada, llevó de un rincón del Mediterráneo, el Paseo de las Lechugas se extendía cautivante y natural; aunque en temporada de lluvia, la superficie se inundaba y era fangosa.
De acuerdo con los expedientes de la historia, en 1850 se registró la segunda epidemia de cólera en el país, situación emergente que obligó a las autoridades a decretar el establecimiento de un cementerio en Los Urdiales, ya que el de San Juan, el antiguo barrio indígena de San Juan de los Mexicanos, resultaría insuficiente para contener la cantidad de cadáveres; además, estaba encajonado en la ciudad, no recibía las ráfagas y las calzadas y tumbas estaban muy cerca unas de otras.
Las autoridades sanitarias del estado y el país implementaron acciones y establecieron recomendaciones. Incluso, la gente que moría por cólera, era trasladada al cementerio durante las noches, con lo que se evitaba pánico entre la población.
Una vez superada la segunda epidemia de cólera, el cementerio siguió funcionando para gente pobre e indígenas, con sus costumbres y rituales; aunque también con el terreno empantanado que provocaba una impresión desagradable.
Bien es sabido que comerciantes, hacendados, industriales, mineros y profesionistas, junto con otros sectores de la ciudad, anhelaban el establecimiento del ferrocarril, medio que transportaría pasajeros y, además, grandes volúmenes de alimentos, mercancía y toda clase de productos. Contribuiría a la modernización de la ciudad, pensaban.
El 12 de septiembre de 1883, ante el asombro de los moradores de la ciudad de Morelia, las autoridades inauguraron la estación ferroviaria en Los Urdiales, decisión de los poderes centrales que provocó irritación popular y manifestaciones en contra. Diferentes sectores de la sociedad rechazaron la ubicación con el argumento de que el ferrocarril parecía contrario al progreso, el cual, por cierto, se había establecido en la parte más desagradable e insalubre de Morelia. Ni siquiera los tranvías jalados por mulas podrían ascender fácilmente hacia el centro de la ciudad por las características agrestes del terreno.
Tanto hombres de negocios como profesionistas y otros grupos sociales consideraban que la zona adecuada para la instalación de la estación del ferrocarril, era el oriente de la ciudad, donde se localizaban los paseos, las casas de la gente acaudalada, los principales negocios y el progreso.
Las autoridades centralistas desatendieron el clamor popular y la estación del ferrocarril permaneció en Los Urdiales, donde los pasajeros, aterrados, contemplaban, al llegar a la ciudad o marcharse, el triste espectáculo del cementerio para pobres e indígenas, totalmente empantanado, con una barda maltrecha.
Evidentemente, las industrias se establecieron en torno a la estación del ferrocarril con el objetivo de aprovechar la carga y descarga de materias primas y productos. Gradualmente, el antiguo Paseo de las Lechugas, en Los Urdiales, modificó su rostro. Pronto, su cutis natural quedó cubierto.
Tras las fábricas, ellos, los obreros, compraron terrenos con la finalidad de construir sus viviendas. De hecho, todavía en la década de los 60 y los 70, en el siglo XX, niños y adolescentes jugaban en las calles de tierra y en los patios de sus casas a que eran exploradores. Cavaban y descubrían cráneos y huesos humanos.
Si bien es cierto durante postrimerías del siglo XIX fue inaugurado el Panteón Municipal de Morelia en seis hectáreas de El Huizachal, terreno perteneciente a Hacienda La Huerta, propiedad de Ramón Ramírez Núñez, hombre de negocios originario de Valle de Santiago, Guanajuato, y quien fue primer presidente formal de la entonces Cámara Nacional de Comercio e Industria de Morelia, es innegable que incontables restos humanos no fueron exhumados, motivo por el que niños y adolescentes los descubrían fácilmente muchas décadas más tarde. Los huesos aparecían, incluso, cuando albañiles y peones realizaban alguna excavación en la zona.
La colonia Industrial de Morelia ha representado, a través de los años, la difícil prueba de la coexistencia entre fábricas y moradores. Antaño habitada, en amplio porcentaje, por obreros de las industrias, ese lugar se modifica conforme transcurren los años, al grado de que las casas modestas son sustituidas por construcciones modernas y locales comerciales, proceso que ahora le da mayor plusvalía y la convierte en extensión del centro histórico de la capital de Michoacán.
Caminé por los durmientes carcomidos por el aire, la lluvia, el sol y la humedad. Al mirar los rieles de acero, disfruté y rescaté de la memoria un trozo del ayer, fragmentos del pasado, trozos de la historia. Allá, en la colonia Industrial de Morelia, hay una historia escondida que el aire y el tiempo arrastran y disipan.
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- Santiago Galicia Rojon Serralonga. Es escritor y periodista con más de 25 años de experiencia. Se ha desarrollado como reportero y titular de Comunicación Social de diversas instituciones públicas y privadas.