Por FABIO ROSALES CORIA*
Éramos dos chiquillos, distantes apenas solo poco más de dos años, mi hermano Rafael y yo. Ambos dormíamos en la misma cama y ya a oscuras, salíamos al balcón de aquella florida huerta pletórica de hojas, de troncos, de flores, de frescura y de árboles, por encima de los cuales, se miraba la bóveda celeste repleta de estrellas.
Unas brillantes, otras chiquitas, pero todas centelleantes, a donde dirigíamos nuestras miradas en busca de las más grandes, las más brillantes, desde donde vendrían los tres Reyes Magos en esa madrugada.
Ya mi madre, después del ajetreo normal de todos los días, de levantarse temprano, de mandar a sus hijos a la escuela ya desayunados y del trajín de aquella casona del enorme corredor… por donde muchas veces caminé de niño colgado de su mano, nos hacía ya en la cama dormidos y de vez en cuando nos iba a ver, a revisar si ya lo estábamos.
Nosotros entrecerrábamos los ojos y también, mirando hacia el techo, entraba la luz de la luna, por en medio del tejamanil y del tejado de rojizas tejas.
Pero el sueño nos vencía y entonces era cuando arribaban los Reyes Magos, según decía la chiquillería, allá, allá en mi Escuela Primaria “Dr. Rafael Alvarado”.
El zapato raído estaba listo, no sé si apestaba o no, lo que sí recuerdo es que un agujero existía en la parte de la suela, que se tapaba con algún pedazo de cartón, para a veces ir así a la escuela, pero eso sí: ¡bien boleados desde el día anterior!.
Y junto a ese zapato, por la mañana, apenas despuntando el sol allá tras los cerros El Cobrero y de La Cruz, estaba mi triciclo verde.
¡Ah, qué delicia encontrar lo que tanto ansiaba!
-¡Mis Reyes de veras sí son mágicos!, le gritaba a mis padres, aún “dormidos” en el cuarto contiguo.
Y allá iba con mi triciclo verde, de metal, con dos llantas posteriores, sencillo, reluciente, nuevecito, con no sé cuántas lágrimas, penurias o hasta pagado en abonos, por mis “Reyes magos”, pero ahí iba el chiquillo por todo aquel anchuroso corredor.
Entraba a los cuartos, al comedor, de nuevo al corredor, hasta el portal mismo e incluso hasta la plaza, en donde daba vueltas y vueltas hasta caer rendido… ya por la tarde, de ese seis de enero.
¡Ah! De veras que mis reyes sí eran mágicos. Yo nunca supe si tenían qué pedir prestado o si acudían a la juguetería a pedir fiado o en abonos, pero mis juguetes llegaban. Modestos o humildes, eso sí, pero llegaban.
…Ha pasado el tiempo y me convertí en padre hace más de 20 años. Y a los tres, cuatro o cinco años de mi hija, un delicioso sabor arribó a mi vida, cuando llegó el turno de invertir los papeles.
Sus manitas y sus ojuelos chispeaban al ver sus juguetes tras la puerta, en la escalera o en la misma sala… estos “Reyes magos”, donde quiera le dejaban regados sus regalos.
Y corría de un lado hacia otro, brincaba, reía, se alborotaba y recuerdo bien clarito, aquella vocecita inocente cuando acudía a “despertarme”.
-Papito, papito, mis reyes en verdad sí son mágicos, me trajeron lo que les pedí, los quiero mucho… sí son magos en verdad.
-En efecto hija, los reyes siempre serán mágicos. Atinaba a contestarle mientras un nudo se me hacía en la garganta y mis ojos se llenaban de lágrimas al ver, oír y saborear su alboroto por toda la casa… y recordar aquella casona nuestra de Taretan y –sobretodo- a aquellos “Reyes magos” que tuve cuando niño.
Hoy, en efecto, en la antesala del Día de Reyes, a casi cinco décadas de aquel triciclo verde, en el que paseaba por aquel anchuroso corredor, recuerdo con cariño, con emoción y hasta con lágrimas, a aquellos “Reyes magos” que tuve cuando niño. No sé cómo le harían, pero sí eran magos.
En efecto… yo también tuve unos reyes verdaderamente mágicos.
Benditos sean todos los Reyes Magos del mundo.
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* Fabio Rosales Coria. Es Ingeniero y licenciado en Ciencias de la Comunicación. Periodista con más de 35 años de experiencia en medios escritos, electrónicos y plataformas digitales. Se ha desarrollado también como consultor político y analista; jefe de prensa de diversas instituciones públicas, así como en la función pública.