La Página
Morelia, Michoacán.-Agustín I sostenía en sus manos la corona. La miraba una y otra vez bajo los rayos del sol que entraban por el ventanal de su casona. Su corazón palpitaba rápidamente, parecía que se le saldría del pecho.
Su rostro lo sentía caliente, tan caliente como si hubiera estado mucho tiempo bajo el sol, tenía que entregar su hermosa corona, su manto y cetro. Todo había terminado, tenía que abandonar el país junto con su familia, que ironía, abandonar el país al que le había otorgado su libertad, luchando por su independencia como Agustín de Iturbide, el nativo de Valladolid, hoy Morelia.
El General Nicolás Bravo y sus tropas se encargarían de escoltarlo hasta la embarcación que lo llevaría al destierro. Se había quedado sin amigos. ¡Amigos, no! Esa gentuza interesada no eran sus amigos, eran parios sin dignidad que se movían conforme a su conveniencia, no valía la pena pensar en ellos.
El General Nicolás Bravo lo acompañó hasta el puerto de Antigua, en Veracruz, donde abordaron un barco mercante, el “Rawlins”. Pedro del Paso y Troncoso sería el encargado de habilitar la embarcación con provisiones para el viaje: Dos vacas lecheras, 10 terneros, 52 borregos, 16 carneros, 600 pollos, 6,000 huevos, 100 melones, dos cajas de vino Málaga, 30 cajas de clarete y 12 barricas de vino catalán.
El sonido de un tímido golpeteo en su puerta interrumpió sus pensamientos. Su sirviente le informó que ya se encontraba ahí el General Nicolás Bravo. Antes de salir, Agustín de Iturbide recorrió la habitación con su mirada, queriendo llevarse cada uno de sus apreciables objetos en la memoria, respiro hondo, levantó el rostro, el pecho y con paso firme, salió de su casa de Tacubaya con su familia.
La Güera Rodríguez no había acudido a despedirlo, todo había terminado.
Fuente: Historias de tierra sagrada, mi México.