Por Paco López Mejía *
La parte importante de la narración de hoy será realmente breve, como lo son en realidad todos los “sustos”, sin embargo, debo presentar antes al protagonista del suceso, a fin de que ustedes puedan decidir si lo creen o no.
No recuerdo su nombre, aunque estoy seguro de que alguna vez me lo dijo, pero le llamaré Don Fatuo… Llegaba de vez en cuando al Restaurant Julián, a comprar una o varias tortas de asado con sus respectivas garapiñas. Decía ser pariente, porque se refería a mi abuelito como “Mi tío Julián…me estimaba y respetaba mucho…” Según él, era un as para todo; según sus palabras como nadador era un pez en el agua; también era un experto jugador de ajedrez, tanto que al tercer movimiento podía decir qué jugador ganaría. Decía ser profesionista titulado, desde luego el mejor, pero no ejercía porque no dejaba para vivir y a la sazón se dedicaba a otro oficio muy respetable, en el que obviamente, era el mejor de Morelia, de México y ¿Por qué no…? ¡Del universo…!
Con esos antecedentes, ustedes podrán decidir si creen lo que narraré, por mi parte, en su momento no le creí nada, pues como he dicho, algunas de sus afirmaciones eran, por decir lo menos, exageradas; pero en este caso cambié de opinión porque poco tiempo después, en uno de mis tantos viajes del entonces llamado Distrito Federal a Morelia, en aquella época en que en los autobuses no había separación entre el conductor y los pasajeros, un conductor de esos que había muy charladores, entre otros sucesos que me platicó, me comentó que a él y a algunos de sus compañeros les había sucedido algo parecido.
Pues bien, cierta noche, Don Fatuo había empezado a platicarme algo que le sucedió en un paseo con su familia al balneario de Zinapécuaro –y que narraré en otra ocasión-, y de pronto, sin terminar lo que me estaba contando, se quedó callado, jaló una silla, y aunque nunca se sentaba mientras esperaba sus tortas, en esa ocasión, como si necesitara hacerlo, se sentó… hizo un ademán como si se secara el sudor de la frente y me dijo: -¡No… no! Antes te voy a contar un buen susto… Me invitó a sentarme y me platicó lo que ahora voy a relatar:
Un día, por cuestiones de trabajo, Don Fatuo tuvo que viajar a Zitácuaro en compañía de uno de sus ayudantes; después de haber concluído con el éxito que le era acostumbrado el trabajo que lo llevó allá, descansaron un rato y ya por la noche, después de cenar algo, se dispusieron a regresar a Morelia, desde luego por la carretera de Mil Cumbres… emprendieron el camino, conduciendo Don Fatuo… El tiempo era inmejorable, sin lluvia, poco viento, pocas nubes y una luna esplendorosa como solo se ve en los cielos michoacanos…
Don Fatuo no acostumbraba conducir a mucha velocidad, no porque no supiera hacerlo, sino “porque había cada pen… en las carreteras…” Pasaron Tuxpan y Ciudad Hidalgo sin ningún contratiempo… Se detuvieron un poco a “estirar las piernas” en Puerto Garnica y con toda calma reanudaron el camino…
Un poco más adelante, el automóvil empezó a dar signos de alguna falla… Don Fatuo se detuvo a la orilla de la carretera un poco extrañado, pues el vehículo “estaba al centavo…” ya que él mismo era un magnífico mecánico.
Dio un vistazo de experto a “las entrañas” del carro y seguro que no le fallaba nada, continuó su camino, sin cruzarse con ningún otro vehículo; poco más adelante, el vehículo “se jaloneó”, pero continuó funcionando… Al salir de una curva vieron muy a lo lejos algunos relámpagos y de pronto… “¡Cuidado!” Gritó su acompañante… y a la luz de la luna, ambos vieron del lado derecho, a una mujer vestida de blanco, con un traje largo y vaporoso a la orilla de la carretera, como intentando cruzarla…
Don Fatuo dio un ligero volantazo a su izquierda, al tiempo que disminuía la velocidad… volteó rápidamente a su derecha y lo mismo hizo su acompañante y… ¡ahí estaba…! ¡Alcanzaron a ver la pálida tez de aquella figura y el vaporoso vestido blanco, como difuminado por la luz de la luna…! Don Fatuo se salió un poco de la carretera para detener el vehículo unos metros adelante y ambos descendieron apresuradamente, caminaron unos pasos hacia atrás y ¡Nada…! ¡No se veía a nadie…! Trataron de ver entre los árboles cercanos y no pudieron localizar a la enigmática mujer…
Regresaron al automóvil y al abrir las portezuelas, instintivamente voltearon hacia atrás y a lo lejos, bastante más lejos de donde la vieron por primera vez, estaba aquella figura blanca, al parecer en el borde de la carretera… Don Fatuo sintió un sudor frío recorrer su espalda, sin embargo no comentó nada a su acompañante y continuaron su camino. A pesar de que quería ir a más velocidad para alejarse de aquella visión, Don Fatuo condujo a una velocidad “razonable”, pero…
Poco antes de llegar al conocido Kilómetro 23, con la luz de la luna filtrándose entre los hermosos pinares… al salir de una curva, exactamente frente al vehículo, aquella mujer cruzaba lentamente la carretera de derecha a izquierda… “¡Ahí…!” gritó el copiloto señalando con la mano, y el conductor, sorprendido, disminuyó peligrosamente, casi de golpe su velocidad… según me confesó, estuvo a punto de frenar y salir corriendo del vehículo para huir de “aquello”… En ese momento, las luces de un autobús que se aproximaba en sentido contrario “traspasaron” y desvanecieron aquella visión… pero al pasar por el punto aproximado por donde la vieron por última vez, escucharon a lo lejos un sonido tal vez parecido a un lamento prolongado y apagado –Don Fatuo lo imitó-… No había viento… no podía ser el sonido de los árboles…
Don Fatuo que era un experto conductor, aceleró el vehículo lo más que pudo, y arribaron a Morelia, temblorosos, pero sin ningún otro incidente cerca de la una de la mañana…
Don Fatuo, se pasó nuevamente la mano por la frente cuando terminó de narrarme su aventura…
-No es bueno jurar- me dijo -pero te juro que al recordarlo vuelvo a sentir aquél escalofrío recorriendo mi espalda, y a esta hora, hasta me da miedo salir… pero, a Morelia, la conozco como la palma de mi mano…
Aunque la narración de Don Fatuo fue breve, y en ese tiempo yo no le creía, debo confesar que en mis frecuentes –en ese tiempo- viajes a Morelia, casi siempre nocturnos, trataba de estar despierto después de Ciudad Hidalgo… pero nunca vi nada… ¡Afortunadamente…!
—————————————————
- Paco López Mejía. Es abogado por la UNAM. Orgullosamente moreliano, apasionado de su ciudad, historia, misterios y leyendas. Le gusta poner en práctica la magia y la fotografía.