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“Liturgia en San Francisco” Por Paco López Mejía

Por PACO LÓPEZ MEJÍA*

Este es uno de mis primeros relatos que, seguramente, no conocen muchos de los miembros nuevos de nuestro grupo Historias, leyendas y tradiciones de aquel Morelia de ayer, y que comparto nuevamente por tratarse de hechos ocurridos en un lugar altamente representativo de nuestra ciudad…

Mi papá era un hombre muy inteligente y sumamente culto, por lo que no creía fácilmente en leyendas y consejas populares.

Estas cualidades las hemos valorado con el paso del tiempo, pues de niños solo nos dedicábamos a escuchar sus narraciones, a poner ojos de “espanto” y… ¡a correr! para no ser el último y tener que apagar la luz.

Siempre he recordado un hecho que le sucedió a uno de sus amigos, allá en su juventud y, aunque estoy casi seguro que alguna vez nos mencionó el nombre del protagonista, obviamente lo que nos interesaba era el hecho en sí, y no el nombre del desafortunado mortal, por lo que lo llamaré simplemente Juan…

Cuando joven, mi papá y varios de sus amigos se encontraban interesados en la actividad literaria, principalmente en la poesía, y con el afán de dar a conocer sus trabajos y ver sus poemas impresos, robaban horas al sueño, al trabajo, al estudio y a la novia, en aras de su otra novia: La Poesía. Al fin, bohemios… Así, publicaron algunos periódicos y revistas, casi todos de corta vida; publicaciones en las que además de algunas noticias, plasmaban lo que les habían dictado Las Musas…

Durante una temporada, en un taller de imprenta que, según platicaba mi padre, se encontraba en las calles de Virrey de Mendoza, elaboraban una de esas publicaciones, para lo que allí se reunían por la noche los poetas, los redactores, los correctores y todos los que colaboraban, además de los infaltables amigos que solo iban a platicar, a tomar café y a “matar el tiempo”…

Entre todos ellos, figuraba Juan, que “a veces también escribía” y que acostumbraba estar ahí durante buena parte de la noche, para después despedirse y encaminarse por las tranquilas calles morelianas de aquella época, a su casa…

Cierta noche, así lo hizo… Pero…

… No llegó a su casa…

Y durante varios días los amigos no supieron nada de él…

Lo que sucedió esa noche, se los platicó a sus amigos, entre ellos aquel joven con inquietudes literarias y artísticas que con los años sería mi papá…

Aquella terrible noche, Juan había salido de la imprenta, como de costumbre, para dirigirse a su casa, recorría tranquilo las calles morelianas bajo la luz mortecina de los pocos focos de alumbrado público, y bajo las “anchas caderas de plata” de la luna que parecía querer esquivar las flechas de “…piedras sonrosadas lanzadas hacia el cielo en campanarios…”

Caminó por Virrey de Mendoza y al llegar a la siguiente esquina –supongo que Antonio Alzate-, caminó hasta llegar a Vasco de Quiroga; siguió su acostumbrada ruta y, recordaría después, al pasar frente al mercado de San Francisco, a esa hora completamente desolado, escuchó –o creyó escuchar- a lo lejos un leve rumor, al que no le dio importancia… Tomó por el lado norte del mercado y al cruzar entre éste y el templo de San Francisco, todavía con su torre inconclusa, se percató de que de dentro de la iglesia se desprendía el rumor que ya había escuchado y que ahora percibía con entera claridad… se detuvo… eran rezos y algo que recordaba un cántico religioso entonado por graves voces monacales… Oyó –o creyó oír- el argentino sonido de una campanilla… ¡Claro –pensó- seguramente hay misa “de gallo”…!

Juan era hombre creyente, y aunque no demasiado apegado a la iglesia sí cumplía o trataba de cumplir con sus preceptos…

Sin reparar en nada, pensó en aprovechar aquella “misa de gallo” y se encaminó a la puerta de la vieja edificación… Entró… la iglesia se encontraba iluminada débilmente con cirios y vio las espaldas de los que, creyó, serían feligreses… eran monjes cubiertos hasta la cabeza con las capuchas de sus hábitos…

Obviamente pensó que se trataría de alguna celebración propia de la Orden, pero como la puerta estaba abierta, pues… decidió quedarse…

El celebrante, se advertía a la distancia y a la ligera luz de los cirios, también era un fraile –recordemos que en esa época el sacerdote celebraba de espaldas a los feligreses- al que solo veía por atrás… trató de seguir las plegarias, pero sólo escuchaba un murmullo y eventualmente voces graves entonando algo que parecía un himno religioso que no lograba comprender… Empezaba a sentirse inquieto, pero pudo más la curiosidad de saber de qué tipo de celebración se trataba y, desde luego, el respeto que le había sido inculcado desde su más tierna infancia, le impedía abandonar el recinto…

La liturgia ¡o lo que fuera! parecía llegar a su fin… Juan se sentía angustiado sin saber porqué… Nuevas plegarias… nuevos cánticos que ahora le parecían lúgubres… eventualmente el lejano sonido de una campanilla que no acertaba a saber en dónde estaba, de dónde salía aquél ¡tilín, tilín…!

De pronto, pero lentamente, el celebrante empezó a darse vuelta hacia la concurrencia, al tiempo que los otros monjes hacían lo propio…

Juan solo alcanzó a ver bajo las capuchas… unas cuencas vacías…

No supo más de él…

… A la mañana siguiente, el hermano sacristán encontró a un joven bien vestido, sin el clásico olor del “borrachito”… Tirado detrás de la última banca de la antañona iglesia…

… Concluía mi papá la narración, diciendo que Juan nunca supo bien lo que había visto… Lo cierto fue que en dos o tres semanas su bohemia cabellera oscura, se tornó completamente blanca…

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*Paco López Mejía. Es abogado por la UNAM. Orgullosamente moreliano, apasionado de su ciudad, historia, misterios y leyendas. Le gusta poner en práctica la magia y la fotografía.

**Con imágenes de Omar Guajardo

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