Por PACO LÓPEZ MEJÍA*
Aquella noche, Mario Alberto, a quien toda la familia llamaba “El Negro” –pero que de ese color no tenía nada-, se dirigía tranquilamente a la casa en donde vivía con sus tías… Un poco antes de llegar al Prendimiento, se detuvo como si algo o alguien quisiera retrasar su llegada; buscó entre sus bolsillos y encontró que la cajetilla de cigarros tenía menos de la mitad de su contenido; lo pensó un poco y consideró que le durarían hasta el día siguiente… todavía dudando avanzó un poco y volvió a palpar sus bolsillos… por fin, decidió regresar hacia el centro a ver si todavía encontraba algún puesto de dulces frente al Cine Colonial para comprar otros cigarrillos. Parecía –diría después- que un sexto sentido le decía que no llegara a casa…
Caminó más lentamente que de costumbre y un poco más adelante del Cine del Río, pensó que tal vez no encontraría en dónde comprar sus cigarrillos… revisó la cajetilla y, ahora sí, tomó la decisión de ir a casa… Volvió sobre sus pasos, lentamente, como queriendo estirar el tiempo, como si quisiera que aquella larga acera fuera aún más y más larga…
Así pues, como a la una de la mañana llegó a su casa; en realidad no tenía prisa, pues acostumbraba dormirse tarde… Un largo pasillo, a la mitad del mismo una reja siempre abierta, un pequeño recibidor y al fondo, el comedor y la cocina.
El recibidor con una puerta que daba a un patio chico, sombreado de día por un bonito limonero que por la noche dejaba pasar escasamente la luz de la luna… Al fondo del patio el sanitario y a un lado de éste el cuarto de baño… Olvidaba mencionar que la pequeña cocina también daba acceso al patio…
La luz del comedor, encendida, como se dejaba siempre para que el último en llegar la apagara.
“El Negro” llegó hasta la cocina, y a pesar de estar acostumbrado a estar solo a esas horas, se sentía algo intranquilo, como que el ambiente era tenso… raro… Cenó algo con más prisa de la acostumbrada y apagó la luz… Salió al patio por la puerta del recibidor y al ir subiendo el primer tramo de escalera… “¡psssst… psssst…!” y una voz acallada, como en secreto, pero claramente: “¡Mario…!”
Sintió que un sudor frío recorría su cuerpo al tiempo que sentía erizarse los cabellos de la nuca… se quedó estático, mientras su cerebro daba vueltas y vueltas ¡Nadie le llamaba así…!
Recordó a su primo que también vivía en esa casa y era “medio” bromista… -¡Pin… Pa…!- dijo en voz baja entre divertido y enojado, bajó rápidamente la escalera, abrió la puerta que daba a la cocina, extendió el brazo y encendió la luz mortecina del patio, se dirigió rápidamente al sanitario y abrió de golpe… ¡Nada…! abrió de prisa la puerta del cuarto de baño esperando capturar al bromista y… ¡Nada…!
Todavía trató de ver algo sobre la pequeña azotea, sin ningún resultado… sintió aquel ambiente tenso, raro, que ya había percibido… todavía dudó antes de apagar la luz y cerrar la pequeña puerta de la cocina… Algo le advertía que aquella noche no sería como tantas y tantas en que, desde su niñez, había subido esos escalones. Se decidió, rápidamente extendió el brazo, pulsó el interruptor y cerró la puerta… Los débiles rayos de la luna pugnaban por traspasar el ramaje del limonero… Se dirigió a la escalera y a mitad del primer tramo… un poco más fuerte, pero con ese peculiar sonido, como en secreto, como una voz ronca que se esforzara por ser oída… “¡psssst… pssst…! ¡Mario… Mario…!”
¡Nadie le llamaba por su primer nombre…!
Un escalofrío corrió por su espalda hacía abajo… ¡Y “El Negro” corrió escaleras arriba…!
Llegó a un pequeño espacio que daba acceso a las recámaras y a una escalera que formaba un ángulo recto y llevaba al segundo piso, más parecido a una azotea pero con algunos tramos techados, a cuyo fondo había una pequeña recámara que ocupaba él… Al final de esa escalera, para acceder al segundo piso, había una vieja puerta de madera que ni se abría ni se cerraba bien, y en cualquier caso emitía terribles “chirridos”, como quejándose de su edad y de tantos años de estar ahí… “El Negro” acostumbraba dejarla abierta para que no se “quejara” al abrirla cuando él llegaba, a fin de no despertar a las tías…
Ya un poco más calmado, subió de prisa los primeros escalones y al llegar al descanso sintió claramente sobre su pecho dos manos que lo empujaron hacia atrás… descendió de espaldas dos o tres escalones y llevado por su mismo impulso, volvió a subir y al voltear hacia la puerta siempre abierta… vio que la misma se cerraba… lentamente… lentamente… ¡silenciosamente, como nunca… silenciosamente…!
En ese momento otra vez las manos –o lo que fuera- se posaron sobre su pecho y lo empujaron un poco más violentamente hacia atrás… trastabillando llegó hasta abajo de la escalera… ¡de un brinco entró a la recámara de sus tías! “¡Me asustaron… me asustaron…! ¡Me empujaron…!”
Pasó…
Dos o tres días después, “El Negro” mostró a su primo una ligera erupción, como sarpullido, que tenía a ambos lados del pecho… y que a primera vista parecía…
¡La huella de dos manos…!
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*Paco López Mejía. Es abogado por la UNAM. Orgullosamente moreliano, apasionado de su ciudad, historia, misterios y leyendas. Le gusta poner en práctica la magia y la fotografía.