POR IGNACIO HURTADO GÓMEZ
A propósito de la aprobación por parte del Senado de la República de la revocación de mandato, su remisión a los diputados, y su eventual incorporación a nuestra vida democrática. Con independencia de las razones a favor o en contra de dichas figuras.
Como se sabe, con motivo de la reforma política-electoral de 2014 se abrió la puerta a la reelección de Ayuntamientos y legisladores. Misma que ya pusimos en práctica en la última elección local de 2018, con algunos resultados positivos para algunos. Y misma que sigue careciendo de reglas en el ámbito federal, aún y cuando los diputados federales actuales ya son reelegibles para la próxima legislatura.
Así, a partir de la permisión de una elección consecutiva, y en el marco de la revisión sobre la constitucionalidad de la nueva Constitución de la Ciudad de México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación aceptó la incorporación de la revocación de mandato a nuestro sistema democrático. Señaló que con ello se mantenía, junto con la reelección, una línea de continuidad a favor de un empoderamiento de las y los ciudadanos.
Efectivamente es así, si se atiende a la naturaleza de ambas figuras. Una, la reelección, es electoral en cuanto que a la culminación del periodo constitucional de un servidor público se le vuelve a preguntar a la ciudadanía en una nueva elección si le renueva la confianza para otro periodo constitucional adicional. La otra, la revocación de mandato, es democracia participativa, y consiste en que antes de que concluya el periodo constitucional de un servidor público, la ciudadanía le revoca el mandato y lo manda a descansar antes de tiempo. Y en el centro de ambas, la confianza o la desconfianza del ciudadano sobre la actuación de sus servidores públicos, y particularmente la necesidad de una evaluación.
Confianza del elector al momento de acudir a las urnas después de un periodo para darle una oportunidad adicional al servidor público que, desde su perspectiva viene haciendo bien las cosas. Desconfianza del ciudadano sobre el actuar de su servidor público, por lo que antes de que concluya su periodo para el cual fue electo, decide revocar el mandato. Así de simple en sus letras grandes. Por eso la afirmación del empoderamiento ciudadano.
Visto de esta forma, es evidente que más allá de la naturaleza de una y otra figura, es el ciudadano quien tiene la última palabra, y sobre él recae una decisión nada menor -reelegir o revocar-, pero al mismo tiempo, esa decisión debe presuponer necesariamente una evaluación. No se entendería de otra forma. Y por obvias razones, esa evaluación debe realizarse sobre las acciones u omisiones de los servidores públicos en cuestión, y en el ejercicio de la función mandatada.
Y ese es el punto que preocupa por su ausencia. ¿Con base en qué elementos objetivos podrá el ciudadano tomar la decisión de reelegir o revocar?, ¿qué aspectos van a estar presentes al momento de decidir? Seguramente algo deberá tener en mente en el instante de la decisión.
Por eso pareciera que algo está faltando, si es que realmente se quiere que la decisión ciudadana sea razonada y libre sobre el futuro de sus servidores públicos, pues de no atenderlo y entenderlo, de omitir esa parte instrumental, se corre el riesgo que esa decisión termine siendo copada. Y entonces reelegir o revocar quedará supeditada a una despensa, un billetito, o a la incorporación o no en algún programa social. Si de por sí. Al tiempo.
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* Ignacio Hurtado Gómez. Es egresado de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, donde ejerce también la docencia. Ha sido asesor del IFE (ahora INE); ex magistrado del Tribunal Electoral del Estado de Michoacán.
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