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OPINIÓN. “Derecho a la cultura desde el barrio, calles, colonias y comunidades en escena”. Por Edén Ensástiga

Por EDÉN ENSÁSTIGA*

En Michoacán ya se habla del Plan para la Paz y la Justicia y se reconoce a la cultura como uno de sus ejes. Pero la pregunta incómoda es sencilla: ¿dónde se juega realmente ese derecho? ¿En los teatros de la capital o en la cancha de cemento, la primaria federal, el jardín del barrio y la plaza del pueblo donde viven las niñas y los niños que más necesitan horizontes de futuro?

No es romantizar el arte y la cultura. La UNESCO ha señalado que no hay desarrollo sostenible sin un fuerte componente cultural y que las industrias culturales y creativas generan alrededor del 3 % del PIB mundial, según sus informes sobre economía creativa. Autores como Robert Putnam han mostrado cómo las prácticas asociativas y culturales fortalecen el “capital social”: redes de confianza y cooperación que permiten a las comunidades organizarse frente a la desigualdad y la violencia. En la misma línea, estudios de arte comunitario como los de François Matarasso documentan mejoras en la autoestima, el sentido de pertenencia y la participación cívica de quienes se involucran en proyectos culturales de barrio. La cultura de paz, como la definen la ONU y diversas investigaciones, no se reduce a la ausencia de balas: implica justicia social, igualdad, respeto a los derechos humanos y participación cotidiana en la vida comunitaria.

Cuando los derechos culturales de quienes menos tienen se toman en serio, las ciudades cambian de rostro. Ahí están las Utopías de Iztapalapa: grandes centros culturales, deportivos y de cuidados con acceso gratuito que han mejorado bienestar, convivencia intergeneracional y percepción de seguridad en colonias históricamente estigmatizadas. El barrio es el mismo, pero la noche ya no cae igual cuando hay luz, música y niñas aprendiendo a bailar en el mismo lugar donde antes sólo mandaba el miedo.

Los PILARES de la Ciudad de México —Puntos de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Saberes— nacieron para estar justamente donde más se necesitan: en barrios con marginación y violencia, lejos de la postal turística y cerca de la vida real. Ahí se mezclan educación no formal, talleres artísticos, deporte, apoyo escolar y organización comunitaria. Muchas juventudes que se sintieron expulsadas de la escuela encuentran en estos espacios un lugar para terminar la prepa, hacer rap o grabado, y al mismo tiempo impulsar campañas contra la violencia y la discriminación en su propia colonia.

Medellín llevó esta lógica aún más lejos con las Unidades de Vida Articulada (UVAs): tanques de agua y lotes abandonados convertidos en equipamientos culturales y recreativos. Arte, deporte y memoria se combinan en barrios marcados por la violencia, transformando lugares de miedo en espacios de juego, cine al aire libre y creación colectiva.

Estas experiencias comparten algo esencial: reconocen que la cultura comunitaria en territorio es herramienta de prevención, no maquillaje para la foto oficial. La propia Secretaría de Cultura federal, a través del programa Cultura Comunitaria, ha insistido en que la acción territorial orientada a la cultura de paz ayuda a reconstruir tejido social, abrir horizontes a las juventudes y prevenir violencias complejas, sin sustituir la obligación del Estado en seguridad y justicia.

En este contexto, el Plan Michoacán para la Paz y la Justicia —que coloca a la cultura, a las mujeres y a las juventudes entre sus ejes— abre una ventana política que no deberíamos desaprovechar. Para que la palabra “cultura” no quede en el discurso, hace falta aterrizarla en calles, colonias y municipios concretos. La apuesta no puede seguir siendo declarativa: implica aprovechar lo que ya existe —canchas, casas de cultura, escuelas, auditorios ejidales y plazas— para convertir una parte en centros culturales integrales de barrio con horarios amplios, bibliotecas vivas, talleres gratuitos y servicios de cuidado; colocar de verdad a las infancias en el centro mediante laboratorios de arte y ciencia en colonias periféricas y comunidades rurales; sumar programas de cultura de paz con enfoque de género y juventudes y construir consejos culturales comunitarios por región.

Pero no basta con señalar al gobierno de turno y esperar que lo haga todo. También exige corresponsabilidad social: que gobiernos estatal y municipales acuerden con el sector artístico, las escuelas, las organizaciones comunitarias y la ciudadanía prioridades, presupuestos y criterios de apoyo; y que el propio gremio cultural se asuma sujeto político y no sólo prestador de servicios, dispuesto a contribuir y pisar el lodo de las colonias donde se juega, de verdad, la cultura de paz. Medir impactos con indicadores sencillos —uso del espacio público, participación de niñas y mujeres, sentido de pertenencia, jóvenes que retoman estudios— sería un buen comienzo para dejar de hablar de “proyectos bonitos” y empezar a hablar de resultados.

La paz también es una obra de imaginación colectiva. Si dejamos la cultura sólo en manos del espectáculo o la burocracia, seguiremos teniendo plazas vacías y auditorios cerrados justo en los territorios donde más se necesita esperanza. Las niñas y los niños de nuestras colonias no piden grandes teorías: piden bibliotecas abiertas, música en la plaza, murales que cuenten sus historias y adultos que les digan, con hechos, que su vida vale más que cualquier guerra ajena.

Ahí, en la calle convertida en aula y el barrio convertido en escenario, empieza de verdad el derecho a la cultura y, quizá, la posibilidad de que Michoacán se atreva a vivir en paz.

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* Edén Ensástiga. Es músico y cantautor. Militante de izquierda, promotor cultural, impulsa procesos comunitarios desde el arte y la organización social. Colabora en medios digitales con análisis sobre arte, cultura y política desde una mirada de izquierda y comunitaria.