Por EDÉN ENSÁSTIGA*
En Michoacán no solo se disputan territorios: se disputan imaginarios. Mientras en las pantallas desfilan camionetas blindadas, fajos de billetes y rifles cromados, en los barrios y las comunidades muchos niños juegan a ser “jefe” antes que médico, campesino, maestra o artista. La narcocultura no es solo música o serie de televisión: es un modo de ver la vida donde el delincuente es héroe, el dinero —aunque sea ilícito— la medida del éxito, las armas símbolo de poder, el lujo meta final y las mujeres mercancía.
El sociólogo Luis Astorga lo ha dicho con claridad: los narcocorridos ayudan a construir una mitología del narcotraficante, una pedagogía informal de la violencia que enseña qué desear y a quién admirar. Esa mitología ya no se escucha solo en cantinas: suena en la calle, en los camiones y en los celulares de miles de adolescentes.
El contexto en el que crece esa narrativa es duro. México arrastra, desde hace años, decenas de miles de homicidios anuales y buena parte de ellos se concentran en estados como Michoacán. Aunque las cifras oficiales hablan de una reducción reciente en los homicidios dolosos, la sensación de violencia no cede: barrios sitiados por el miedo, caminos controlados, comunidades atrapadas entre grupos armados. Muchas familias sienten que la ley llega tarde o no llega.
En esa realidad, la promesa narco se vuelve seductora:
“Yo sí te saco de la pobreza, aunque mueras en el intento”.
Para muchos jóvenes el horizonte es estrecho: empleos precarios, escuelas sin talleres artísticos, colonias sin espacios públicos dignos. Donde no hay canchas, casas de cultura ni foros para la música local, aparecen las otras ofertas: ser “halcón”, ser chofer, ser pistolero. La precariedad se vuelve antesala del crimen organizado.
Frente a esto, el nuevo Plan Michoacán por la Paz y la Justicia abre una puerta importante: reconoce que la paz no se construye solo con patrullas y cuarteles, sino también con cultura, educación y comunidad. En estos días se han abierto mesas con el gremio artístico y cultural para alimentar esa estrategia: se habla de infancias, juventudes, patrimonio, memoria, culturas comunitarias.
Las autoridades culturales han planteado algunos ejes: ampliar los coros y orquestas infantiles, apoyar circuitos locales para creadoras y creadores, llevar música, danza y teatro a plazas y barrios, abrir talleres para niñas, niños y jóvenes. Es un inicio: un trazo en el mapa para que el arte salga del escenario oficial y se instale en las colonias donde hoy domina el corrido bélico.
Pero la discusión de fondo es más profunda: El problema no es solo la violencia, sino la narrativa que la sostiene.
La narcocultura ofrece una épica: el muchacho pobre que “se levanta” entre balas y traiciones, que viste de marca, maneja camionetas lujosas y manda, aunque su reinado dure poco. Nuestra apuesta cultural debe ofrecer otra épica: la del joven que se organiza con su banda de teatro comunitario; la de la rapera que nombra la violencia y la desarma con palabras; la de la fotógrafa que registra la dignidad de su pueblo; la del coro infantil que ocupa la plaza donde antes solo se escuchaban disparos.
Organismos como la UNESCO han insistido en que la paz no es solo ausencia de guerra, sino un proceso que se construye con educación, cultura y participación comunitaria. Si el derecho al arte y la cultura se queda en el papel, si las casas de cultura son edificios vacíos y las bibliotecas almacenes de libros polvosos, la narrativa del crimen organizado seguirá ganando la batalla simbólica.
Michoacán tiene, sin embargo, un capital enorme: Sus culturas tradicionales y comunitarias.
Las comunidades purépechas, los pueblos campesinos, las tradiciones festivas, el teatro popular, las bandas y orquestas de viento, los oficios artesanales, las fiestas patronales: todo eso es también “cultura”. Y es una cultura que enseña otra ética: la del trabajo colectivo, el respeto al territorio, la centralidad de la vida y de la comunidad por encima del dinero rápido.
El reto es dejar de tratar ese legado como postal turística para ferias y discursos, y convertirlo en política cultural de paz. Eso implica decisiones concretas:
- Que el presupuesto cultural deje de ser lo primero que se recorta.
- Que los programas no solo “lleven eventos”, sino que construyan procesos de largo plazo: talleres permanentes, escuelas de formación artística, redes de promotoras culturales de barrio.
- Que se reconozca a las y los artistas como aliados estratégicos del Estado y de las comunidades, no solo como proveedores de escenarios y festivales.
- Que la cultura digital se entienda como otro campo de batalla: ahí también hay que disputar el glamour narco con historias de dignidad, memoria y resistencia.
Hoy, mientras se multiplican las reuniones entre gobierno y sector cultural en el marco del Plan Michoacán, vale la pena decirlo sin rodeos: Si el Estado no ocupa el territorio simbólico, lo ocupará la narcocultura.
No basta con decomisar armas; hay que desactivar la seducción de la violencia. No basta con anunciar programas sociales; hay que encender, en cada colonia y en cada comunidad, al menos una luz cultural: un taller de danza, un estudio de grabación comunitario, un cineclub, un círculo de lectura, un semillero de muralistas.
La pregunta de fondo es qué historias queremos que cuenten las próximas generaciones de michoacanas y michoacanos. ¿Las del narco que “se hizo grande” rodeado de cadáveres, o las de quienes, desde el arte y la cultura, le torcieron el brazo al miedo?
El Plan Michoacán abre un umbral. La tarea de quienes creemos en la cultura como herramienta de justicia social es empujar esa puerta hasta que se quede de par en par.
Porque, al final, en esta batalla de relatos, todo puede reducirse a algo sencillo: Que el corrido de la muerte deje de sonar más fuerte que el coro de la vida.
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* Edén Ensástiga. Es músico y cantautor. Militante de izquierda, promotor cultural, impulsa procesos comunitarios desde el arte y la organización social. Colabora en medios digitales con análisis sobre arte, cultura y política desde una mirada de izquierda y comunitaria.
