La Página
Por VÍCTOR ARMANDO LÓPEZ
El rumor constante de la ciudad de Morelia, con su trasfondo de cláxones lejanos y el tañido puntual de las campanas de su catedral, sirve de banda sonora a una vida que ha transitado con igual soltura por el empolvado terreno de una cancha de fútbol improvisada, los solemnes salones del Congreso y los surcos de las parcelas rurales del municipio y de la geografía michoacana.
En una oficina gubernamental en la zona de Manantiales, donde antes los ciudadanos acudían a pagar el predial y hoy se gestiona el desarrollo del campo, ahí Roberto Carlos López García despacha.
En entrevista para el programa “Conexión” del portal www.lapaginanoticias.com.mx, el titular de la Secretaría de Desarrollo Rural del Ayuntamiento de Morelia despliega una energía serena y un hablar pausado que delata una biografía tejida a fuerza de convicción, organización y un arraigo profundo a su tierra.

Su historia no es la de un tecnócrata llegado desde fuera, sino la de un moreliano de cepa, un hombre cuya identidad se forjó en la transición de un Morelia casi pueblo grande a la metrópoli vibrante y difícil que es hoy. En ella encontró en el servicio público, especialmente en la defensa del campo, el cauce natural para su vocación de líder nato.
“Roberto Carlos López García es un ciudadano moreliano”, se presenta con una sencillez que desarma, iniciando un relato que hunde sus primeras raíces en la colonia Industrial. La muerte de su padre cuando apenas tenía siete años marcó un punto de inflexión. “Nos fuimos a vivir a Prados Verdes… cuando en Prados había como veintiocho viviendas solamente. Hoy hay trece mil habitantes, más menos”, cuenta, dibujando con la palabra el paisaje de su infancia: Un barrio en gestación, un vasto terreno de oportunidades y travesuras bajo la atenta mirada de una madre que, convertida en jefa de familia en una época particularmente difícil para las mujeres, imprimió carácter a su descendencia.
“Mi mamá era una persona que nos encargaba ser cumplidos, disciplinados… cuando ella llegaba [del trabajo] ya no quería encontrarnos en la calle”, evoca, reconociendo en esa formación el germen del orden y la responsabilidad que lo acompañarían siempre.

Ese Prados Verdes incipiente era su reino, un espacio de libertad donde los lotes baldíos y las calles sin pavimentar se convertían en estadios mundiales. “Yo siempre fui futbolero. O sea, quince minutos que tenía libre yo jugaba fútbol… Lo que hoy es la secundaria 9 era nuestra cancha de fútbol”, recuerda con una sonrisa que atraviesa los años.
Era una época de confianza vecinal, donde los niños trazaban atajos entre los terrenos y podían estar todo el día afuera, bajo la única y férrea condición de tener la casa en orden y las tareas hechas al regreso de su madre de la fábrica Búfalo.
Esa pasión deportiva no fue un mero pasatiempo infantil; fue una escuela de vida y la puerta de entrada, de una forma curiosa, a su destino político. En su adolescencia, su talento con el balón lo llevó a probar suerte en la tercera división profesional, una experiencia formativa que habla de su tenacidad. “Jugué profesional en el peor equipo de la zona… el último de la tabla”, confiesa con humor, explicando que una regla que obligaba a alinear a menores de dieciséis años le aseguró un lugar constante en el campo. “Así hubiera sido malo, yo hubiera estado seguro de mi participación”.

Pero el fútbol también fue el hilo conductor hacia su primera incursión en la vida pública. Al organizar un equipo con amigos para una liga local, se enfrentaron al problema de no tener uniformes. “El presidente de la liga me dijo… ‘ve al PRI, a la mejor ahí te regalan los uniformes’”.
Así, un Roberto Carlos adolescente se presentó en el Partido Revolucionario Institucional, donde un joven José Luis Puente lo recibió. La ayuda no llegó de inmediato, sino a cambio de participación. “Me dijo: “Sí, hay forma de ayudarte, pero el sábado va a haber una asamblea. Te invitamos a que participes’”. Fue el inicio de un largo compromiso. Lo que comenzó como una estrategia para conseguir playeras se transformó en una revelación: “Identifiqué que mi participación dentro del PRI podía llevarle cosas a mi generación”.
Logró llevar maestros de guitarra y de declamación, como apoyo para su secundaria. “Sin darme cuenta me involucré. Yo ni siquiera tendría edad para afiliarme, pero participaba activamente”.

Su primer cargo formal llegaría en 1991, como representante general de casilla, un rol menor pero fundamental que encendió en él la chispa de la organización comunitaria. Mientras su vida política daba sus primeros pasos, su camino académico seguía un trazo sinuoso, marcado por la necesidad y la autodescubierta vocación.
Inició el bachillerato en el CETIS 120, estudiando electrónica, pero pronto se topó con una verdad incómoda: “Descubrí en la escuela que no era mi materia las ciencias”. Sin la opción de un año sabático o un cambio fácil, concluyó la técnica y luego revalidó para estudiar humanidades, guiado por dos influencias poderosas. Por un lado, su creciente gusto por “organizar gente”.
Por otro, las lecciones de su abuelo paterno, quien le hablaba con pasión de José María Morelos y los Sentimientos de la Nación. “En el espíritu de los sentimientos fue lo que me hizo pensar en estudiar el derecho”, afirma.

Sin embargo, la vida adulta y las responsabilidades llegaron pronto. Roberto Carlos a los diecinueve años se casó, y la necesidad de trabajar lo obligó a suspender la licenciatura. Durante años, ese título pendiente fue una espina clavada, hasta que una conversación con su madre, ya siendo un hombre maduro y padre de familia, lo confrontó. “Mi mamá me agarra y me dice… ‘llegará el momento en que tu hijo te diga: ¿Y tú, papá, qué estudiaste? No le diste el ejemplo’”. Fue un llamado al que no pudo sustraerse.
A principios de 2014, con los planes de estudio renovados, retomó la carrera de Derecho desde cero. Se graduó en 2017 y se tituló en 2018, en una ceremonia cargada de simbolismo familiar. “Invité a mis hijos para que fueran testigos… y le pedí al rector dos copias de mi acta. Les dije: ‘esto es lo menos que espero de ustedes’”. Ese episodio no fue el fin, sino el inicio de una sed de conocimiento que lo llevó a completar dos maestrías y un doctorado en Administración Pública, siempre vinculando el estudio con su labor en el campo, como lo demuestra su tesis sobre políticas públicas para el sector agroalimentario en Michoacán.
Su trayectoria política y de liderazgo social corrió en paralelo, alimentándose mutuamente. De representante de casilla pasó a presidente del comité seccional del PRI y luego encontró su verdadero nicho en el movimiento campesino. En 2005, en una muestra temprana de su conexión con las bases, ganó por consulta directa la presidencia del Comité Municipal Campesino de la Confederación Nacional Campesina (CNC) en Morelia, derrotando a su contendiente por cuatro a uno. “A mí me ha ido bien cuando a la gente se le consulta”, reflexiona.

Este triunfo lo catapultó a ser regidor en el periodo de Fausto Vallejo (2008-2011) y, posteriormente, a ganar también por consulta la dirigencia estatal de Comunidades Agrarias de la CNC. Fue en este rol donde dejó una huella profunda. Entre 2011 y 2016, encabezó una transformación productiva en el campo michoacano que hoy considera uno de sus mayores logros. Articulando a los productores, gestionando programas ante los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, y generando sinergia con el gobierno estatal, logró un salto cuantitativo histórico.
“En el 2011, Michoacán se producían 650 mil toneladas de granos… en el 2016, ya cosechábamos un millón 650 mil toneladas”, relata con legítimo orgullo. Este éxito reposicionó a la CNC en la entidad y le granjeó una credibilidad que se tradujo, en 2015, en 26 presidencias municipales para su organización.
Esa credibilidad y capacidad organizativa lo llevaron, finalmente, a la representación popular que siempre anheló, aunque no todos creyeran en sus posibilidades. “A mí siempre me habían dicho que no lo podría lograr… un personaje muy importante en Michoacán me dijo una ocasión que no tenía características para ser regidor”, recuerda sin resentimiento, pero con la satisfacción del deber cumplido.

Ese mismo personaje, años después, tras verlo convertido en diputado local, le pidió disculpas. Como diputado local, y luego federal, su labor fue una extensión de su causa: el campo. “Mi causa es el campo”, afirma con seguridad. Su gestión se caracterizó por una presencia constante y una obsesión por el trabajo tangible. Llevó techumbres a escuelas, fertilizante a los campesinos (600 toneladas anuales en su periodo local) y siempre buscó resolver necesidades concretas.
Una anécdota de López García lo pinta de cuerpo entero: Siendo dirigente, una señora de Villa Magna le pidió orientación para conseguir el techo del kínder de su nieto. Un año después, ya como diputado, al revisar las listas de obras pendientes, vio esa misma techumbre sin realizar. “Ah
bueno, vamos a hacerla”, dijo, y la gestionó. “Logramos hacerla porque me acordé de la señora”. Esa memoria para las promesas y los rostros es un sello de su forma de entender la política.

Hoy, como secretario de Desarrollo Rural de Morelia, enfrenta el reto de impulsar un municipio cuya vocación, explica, ha mutado. “Morelia… tiene más vocación forestal. Más o menos el 55 por ciento del territorio municipal es de vocación forestal”, detalla con la precisión del estudioso. Sin embargo, la actividad principal en el campo moreliano es ahora la ganadería familiar, un cambio impulsado desde finales de los años 90. “No hay familia que no tenga cinco o seis cabezas [de ganado] la que menos… principalmente para tener leche”.
La agricultura persiste, pero mayoritariamente para autoconsumo y forraje. Su labor desde la secretaría es “fomentar la productividad” con programas pecuarios, acuícolas y agrícolas, y con una herramienta clave: la maquinaria pesada adquirida por el ayuntamiento, que no sólo mejora la infraestructura productiva (caminos saca-cosechas, bordos para agua) sino que también se emplea en obras de beneficio social en las comunidades rurales que conforman el 73 por ciento del territorio municipal.
Lejos de las oficinas y las gestiones, Roberto Carlos López García preserva espacios para su vida personal, que siempre ha estado intrínsecamente ligada a su servicio público. Sigue viviendo en su querido barrio de Prados Verdes, donde los vecinos lo saludan y a veces lo regañan amistosamente por gestiones pendientes.

“Gozo de una simpatía porque mi mamá es un buen ser humano”, reconoce, atribuyendo parte del cariño recibido al capital social sembrado por su madre. En sus tiempos libres, mantiene viva la pasión futbolera con una cascarita los jueves por la noche, y ha cultivado el hábito de la lectura, especialmente de historia, acompañada de “una copita de mezcal” que, bromea, “abre el pensamiento”. En la cocina, encuentra otro terreno para la experimentación y el desafío, aunque con resultados mixtos. Se declara especialista en barbacoa, pero la morisqueta, ese “postre michoacano”, se le ha convertido en una obsesión fallida. “Desde el 2017 he intentado… siempre o me queda muy aguado o me queda muy seco”, confiesa entre risas, resignado a haberse convertido, en el proceso, en un experto del arroz con leche.
Su mayor admiración, sin embargo, no está en los libros de historia ni en las recetas, sino en casa: “Mi madre. Porque es una persona que fue luchadora… que viene de la cultura del esfuerzo… si hoy es complejo ser jefa de familia, imaginemos hace cuarenta años”.
Mirando hacia el futuro y reflexionando sobre las necesidades de su estado, Roberto Carlos López García participa en la dinámica de “La llave mágica”, por lo que señala que si la tuviera le abriría a Michoacán la cultura de la paz.

“Si nos armonizamos entre nosotros, si construimos la cultura de la paz, podemos provocar sinergia y equipo”, sostiene, convencido de que la solidaridad, característica del michoacano, es la base para el desarrollo económico y la estabilidad social.
Su trayecto, desde aquel niño que corría entre las calles polvorientas de Prados Verdes hasta el funcionario que hoy diseña políticas para el campo moreliano, es un testimonio de constancia, aprendizaje continuo y una fe inquebrantable en el poder de la organización comunitaria.
Roberto Carlos López García no es un político de discursos grandilocuentes, sino de obras concretas; no un burócrata distante, sino un vecino más que entiende que el verdadero desarrollo empieza por escuchar, organizar y servir, siempre con los pies firmemente plantados en la tierra que lo vio nacer y a la que ha dedicado su vida.


