Por FÉLIX MADRIGAL
Morelia, Michoacán.– En el corazón de las fiestas guadalupanas —hoy conocidas entre los jóvenes como Cañafest— se mantiene viva una de las tradiciones más queridas de las ferias mexicanas: los futbolitos. Para miles de familias, su repique metálico es parte inseparable de diciembre. Pero detrás de cada mesa, detrás de cada partida de reflejos y carcajadas, también existe una historia: la de Zoilo Ramos Rodríguez, quien lleva cuarenta años construyendo un legado más grande que el mismo juego.
En México, los futbolitos tienen un origen que se remonta a mediados del siglo XX, cuando artesanos comenzaron a fabricar mesas de madera con jugadores de metal pintados a mano, inspirados en los futbolines europeos. Con el tiempo, las mesas mexicanas se volvieron más resistentes, más grandes y adaptadas al ritmo ambulante de las ferias. Durante los años 70 y 80 alcanzaron su auge. De acuerdo con información recopilada por el INEGI sobre prácticas recreativas tradicionales, en muchas comunidades los niños aprendían a jugar “fútbol” primero en estas mesas antes que en una cancha real. Aquel juego sencillo —una moneda, dos personas, reflejos rápidos y mucha emoción— se convirtió en un ritual nacional.
Zoilo se sumó a esa historia cuando tenía apenas veinte años. Un día observó que un señor atendía solo dos mesas de futbolito y que la gente hacía fila para jugar. “Yo estaba joven y empecé con cinco mesitas”, recuerda. Desde entonces, año con año fue comprando más hasta reunir 45 mesas, todas de uso rudo, fabricadas originalmente en Guadalajara. No tenía dinero para pagarlas, pero el dueño de la fábrica —a quien describe con aspecto “como árabe”— confió en él y se las dio a crédito. “Algo vio en mí”, dice. Ese gesto marcó su camino.
Hoy, además de conservar las mesas tradicionales, Zoilo comenzó a fabricar las suyas propias, inspirándose en los modelos italianos que dieron origen al futbolito moderno. Incluso creó versiones pequeñas para niños: “son los clientes del futuro”, comenta. Los futbolitos han visto pasar generaciones completas: abuelos, suegras, estudiantes, jóvenes que después se convirtieron en profesionales, comunicadores y políticos que regresan al Cañafest para reencontrarse con su infancia.
Aunque su base está en Morelia, Zoilo y su equipo recorren ferias en todo el estado: Los Reyes, Santa Clara del Cobre, Ario de Rosales, y otras tantas. Antes viajaban a Guanajuato, pero la inseguridad en carreteras los obligó a limitar rutas.
Los futbolitos no solo son negocio: forman parte de la economía familiar que sostiene a miles de trabajadores mexicanos. Muchos juegos aún se heredan de padres a hijos y algunos tienen más de 40 años de servicio, reparados y repintados como si fueran parte del patrimonio de cada familia. A pesar de los videojuegos y la tecnología, siguen vigentes. Su magia está en la sencillez: dos jugadores, una moneda, y el sonido inconfundible de una anotación.
“Que vengan los morelianos, que se diviertan”, dice Zoilo. “Viene gente de Santa María, Capula, Álvaro Obregón, Tarímbaro… todos vienen a ver a la Virgen y de paso a jugar un futbolito. Esto es tradición, esto es familiar.”
Y así, entre luces, cacahuates, cañas y música de feria, los futbolitos siguen marcando goles en la memoria colectiva. Porque no solo se juegan: se heredan, se recuerdan y se celebran.
Fotos ACG
