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Maestro y discípulo. “Volvió a Valladolid y estudió”. Por José Herrera Peña

Por JOSÉ HERRERA PEÑA*

MAESTRO Y DISCÍPULO

En la Sala de Declaraciones del Tribunal del Santo Oficio, el inquisidor Manuel de Flores ha formulado al reo Morelos las preguntas de rigor: su nombre, dónde nació, qué edad y oficio tiene, cuanto ha que vino preso, quiénes fueron sus padres, abuelos paternos y maternos, tíos paternos y maternos, hermanos e hijos, y a qué casta y generación pertenecen los nombrados.

Definida la clase y el color de la sangre que corre por sus venas, lo que le interesa ahora es localizar e identificar la otra sangre, la que corre por su espíritu; la otra casta, la intelectual; la otra genealogía, la del pensamiento. Las siguientes preguntas serán sobre sus estudios profesionales. ¿Dónde los hizo, en qué ciudad, en qué planteles, de qué tipo, durante cuánto tiempo, en qué época, quiénes fueron sus maestros, qué lecturas hizo y qué ideas de las que leyó —y oyó— hizo suyas?

Al ser preguntado por el “discurso de su vida”, Morelos responde en forma sumamente lacónica. Cincuenta años de su vida los condensa en cincuenta palabras. Y cinco años de su juventud, transcurridos en los claustros académicos, los aprieta en una breve frase. Dice que después de haber pasado once años de labrador en Apatzingán, “volvió a Valladolid y estudió.”

Al regresar a la ciudad de su nacimiento —en abril o mayo de 1790—, dos son, en efecto, las actividades que ocupan su atención. Unas, de carácter judicial, administrativas las otras. Aquéllas, ante el Juzgado de Testamentos, Capellanías y Obras Pías, para ganar el juicio sucesorio, y éstas, ante el Colegio de San Nicolás, para obtener su ingreso y realizar sus estudios medios de Artes (Filosofía).

Mientras tanto, pasea con su madre y su hermana por la orgullosa y señorial ciudad de Valladolid, a la que acaba de volver. Valladolid son sus piedras color de rosa. Es la “gran flor pétrea rosada”, de Alberti; la “campana de coral ceniciento, levantando su acorde puro entre las colinas y las tardes verdes”, de Neruda. La urbe se tiende, como una hermosa mujer, sobre el tranquilo y risueño valle de Guayangareo; voz purépecha que significa “ancha colina de suaves descensos”, desde la cual se domina “un paisaje de alturas medias, sin oposiciones marcadas, de luz clara y transparente, contornos limpios y sin sombras, cuyo cielo ensaya cada día nuevos crepúsculos”, según la viera mi desaparecido y querido amigo y maestro Antonio Arriaga.

Ciudad abierta, de trazo renacentista, fundada en 1541 por Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España, para oponerla a la ciudad indígena de Pátzcuaro, tan cara a Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán.

En Valladolid, “ciudad dormida en el agua del tiempo”, todo es proporción, equilibrio y armonía: entre casas y edificios, entre arquitectura y paisaje, entre la naturaleza y el hombre. Las piedras juegan con las flores, los hierros con las enredaderas, el agua con la luz. Urbe de recios monumentos, soberbias fachadas, portales legendarios y esbeltos campanarios, en sus soberbios patios y en sus escondidos rincones, en sus plazas y jardines, se multiplican todas las plantas, árboles, flores y frutas de este continente. Sus piedras, todas, cantan la gloria del barroco; lo mismo en iglesias, conventos, palacios y fortalezas, que en calles, arcadas, calzadas y avenidas. Los arcos de un acueducto, como los compases de una sonata de piedra, corren por la campiña y van levantándose orgullosamente hasta irrumpir en los límites de la arrogante ciudad abierta.

Además de ser “una ciudad muy bien formada —dice el cronista Ajofrín— en calles y edificios, su vecindario será de cinco mil familias, así de españoles como de mulatos y mestizos, sin contar los indios que habitan sus arrabales”. En este sentido, es una pirámide o cono social, cuya amplia base —en los alrededores— es la miseria y el hambre, y la cúspide —en el centro—, el lujo y la opulencia. En 1793, el censo arroja cerca de cuatro mil familias que, multiplicadas por 5 miembros cada una de ellas, da un total, en números redondos, de 20,000 habitantes. Es lo que calcula mi amigo y maestro Lemoine. En 1803, Humboldt estima que hay 18,000.

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*José Herrera Peña. Es Licenciado en Derecho por la UMSNH. Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana. De cuantiosa bibliografía histórica. Ha sido abogado postulante, funcionario del gobierno en la República Mexicana y en otros países del mundo, entre ellos Canadá y Nicaragua. Catedrático de diversas Universidades de México y de otros países. Le otorgó la Secretaría de Cultura federal una Mención Honorífica “en reconocimiento a su trayectoria en el rescate de memorias y documentos”.

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